Coria, tres capítulos en Los recursos de la astucia
(1915), novela encuadrada dentro de Memorias de un hombre de acción (V). escrita por Pío Baroja.
(La época en que se da esta descripción es 1823, final del Trienio Liberal, durante las luchas entre liberales y absolutistas o realistas).
XV. CORIA, UNA CIUDAD LEVITICA
CORIA
es una ciudad pequeña de Extremadura, asentada sobre una colina a
orillas del río Alagón. Es ciudad antigua, de silueta castiza:
tiene el aspecto místico, estático, religioso y guerrero de casi
todos los pueblos españoles de tradición.
Coria,
más que un pueblo con una catedral, es una catedral con un pueblo.
Es una ciudad levítica por excelencia.
Para
unos quinientos vecinos, que representan unos dos mil a tres mil
habitantes, Coria cuenta con la catedral, el seminario, la parroquia
de Santiago, el convento de monjas de Santa Isabel, el de San Benito
y varias ermitas y capillas.
Por entonces la catedral tenía once
dignidades: deán, tesorero, arcediano de Coria, arcediano de
Valencia de Alcántara, prior, arcipreste de Coria, arcipreste de
Calzadilla, chantre, arcediano de Cáceres, arcediano de Galisteo,
maestrescuela y arcediano de Alcántara. Había, además, quince
canónigos, seis racioneros, seis mediorracioneros, un beneficio
curado y número competente de capellanes. Funcionaba también en
Coria el tribunal eclesiástico, formado por el provisor, el vicario
general, un fiscal, dos notarios y tres procuradores. Estos, unidos a
los profesores del seminario, a los párrocos, curas, frailes,
monjas, sacristanes, legos y monaguillos, hacía que el obispo
tuviera bajo sus órdenes un pequeño ejército.
Coria era pueblo
amurallado con gruesas murallas, algunas de las cuales databan de la
dominación romana. Entonces Coria tenía unos pequeños arrabales
extramuros que después han ido creciendo. Se asentaba la ciudad
sobre una meseta que se prolongaba en llano hacia el Norte; en
cambio, hacia el Sur el cauce del Alagón dejaba un barranco, en cuyo
fondo corría el río. Este pasaba lamiendo la base de la colina
cauriense, y tenía un magnífico puente. Con el tiempo el Alagón se
desvió de su álveo, que fue cegándose con la tierra de las
crecidas, y se separó del pueblo, dejando el puente en seco, con lo
cual el antiguo cauce se llenó de huertas, formando la Isla o el
Arenal del Río. Esta irregularidad de encontrarse en seco el puente
daba lugar a bromas que las gentes de Coria, que no se sentían
completamente coriáceas, aguantaban con poca calma. Por la época
aquella, a falta de puente, había una barca en el sitio llamado las
Lagunillas, y dos vados: el de la Barca y el de la Martina.
Mirando a
Coria por el camino de Plasencia, la ciudad se presentaba en un alto,
en el fondo de la gran vega, cruzada por el río. Sobre el vértice
del cerro aparecía la catedral en medio; a la izquierda, el palacio
del marqués de Coria, y a la derecha, un edificio cuadrado, grande,
con muchas ventanas: el seminario.
Desde el camino de Ciudad Rodrigo,
Coria se presentaba plana, con el castillo de piedra, en medio de la
muralla dominando los tejados, y la torre de la catedral. Había
cuatro puertas en la ciudad: la de San Francisco, la de la Estrella,
la del Carmen o del Sol y la de la Guía o de la Corredera. Había
además la puerta del Postiguillo, estrecha abertura entre el
seminario y la catedral.
Al
entrar Aviraneta y el Empecinado en Coria, se encontraron el pueblo
que parecía desalquilado. La gente estaba escondida; las calles,
tristes, sucias, completamente desiertas. En la plaza, las pocas
tiendas se veían cerradas, y únicamente se hallaba abierta la
botica. La lápida de la Constitución había sido arrancada del
Ayuntamiento.
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