GREGORIO
MARAÑÓN e IGNACIO de ZULOAGA
en
CORIA antes de 1945
Extraído del libro:
EN TREN POR EXTREMADURA
CON GREGORIO MARAÑÓN
1948
Digitalizado por:
Biblioteca Virtual
Extremeña
El
insigne médico, humanista, historiador, ensayista, Gregorio Marañón
visitó (y analizó) Coria antes de 1945, acompañado por el gran
pintor (y torero aficionado) Ignacio de Zuloaga. Ninguno de sus
párrafos tiene desperdicio y deben leerse con detenimiento, pues
expresa opiniones muy favorables sobre aquellos nuestros antecesores.
Estos
son algunos extractos:
“...
ingenio esparcido por las mentes de la insigne ciudad”.
“(...)
en Coria habitan gentes agudas, muy sinceros, muy como son, si
llegan a plata, de plata, y de cobre si en cobre se quedan”.
“...
pero, si no como un susto, Coria si impresiona al viajero como un
pueblo que está todavía, él, un poco asustado, después de su
recato secular”.
“Profunda
impresión produce la Catedral de Coria, solitaria, envuelta en la
penumbra, poco antes de que se cierren sus puertas. La robustez de
afuera se torna, dentro, y sobre todo en esta hora del crepúsculo,
en intimidad poblada de ecos de voz extraterrena”.
“El
coriano es muy parecido en la agudeza al hombre de la comarca
salmantina”.
“Coria como tierra de promisión,
feraz y pacífica”
“ (…) una extraordinario ciudad,
no muerta, sino anclada en un remanso del río caudal de la vida, que
todo lo arrastra y mixtifica”.
CORIA
A
Coria llegamos un atardecer con Ignacio de Zuloaga, cuyo vasto pecho
parecía que iba a estallar de emoción a cada sorpresa que ofrece,
por aquellos pagos, al caminar. Coria fue hasta muy cerca de
nosotros, una ciudad perdida en lo más áspero de España. En 1847,
casi ayer, decía la descripción más autorizada del país que los
caminos que por el partido cruzan son todos de herradura y aunque
transitan carros por ellos, tienen que separarse algunas veces para
buscar un terreno que les sea practicable. En otros puntos se hallan
casi interceptados por la espesura del monte son harto peligrosos y
expuestos. Apenas habrá en toda Europa otra cuidad de la que, en
fecha análoga, pudiera decirse algo parecido. Hoy, se llega por un
camino real hasta Coria, desde Cáceres (67 kilómetros), o desde
Cañaveral (30 kilómetros), donde dejamos el tren. Pero, con todo,
se tiene la impresión de que la ciudad esta todavía un poco
azorada, no hecha del todo a la convivencia con el resto peninsular.
A nosotros, Coria, no nos pareció, precisamente la ciudad
inverosímil, sombría, torva e inmóvil, como susto en medio de un
camino, que dijera Ortega y Gasset, en uno de aquellos
inolvidables tomos primeros de El Espectador, en los que el
pensamiento y el lenguaje, de puro estar transidos de sustancia, dan
la impresión de orgasmo; pero, si no como un susto, Coria si
impresiona al viajero como un pueblo que está todavía, él, un poco
asustado, después de su recato secular.
Esta
sensación, atrae singularmente al que pasa, y se traduce en ensueño.
Todo parece allí no irreal, porque todo tiene una realidad que
gravita y, a veces, aplasta; pero es una realidad distinta de las
otras; una realidad que, apenas vista, empieza a dejar de serlo y
que, además, posee la transparente vaguedad de la quimera.
Profunda
impresión produce la Catedral de Coria, solitaria, envuelta en la
penumbra, poco antes de que se cierren sus puertas. La robustez de
afuera se torna, dentro, y sobre todo en esta hora del crepúsculo,
en intimidad poblada de ecos de voz extraterrena. No sé porqué, en
pocos sitios como allí, me he dado cuenta de lo que no todos
entienden, a saber; que la santidad no es otra cosa que el don de
comprendelo todo; así como la falacia de los que condenan lo que
creen que no está bien, como si ellos supieran lo que sólo Dios
sabe, lo que en verdad es bueno o es malo.
Fuera
está, cerca, el gran Palacio de la ciudad, el que fue del Duque de
Alba, y más tarde, al correr de los tiempos, de un médico famoso,
el Dr. Camisón, cirujano del ejército liberal en la guerra
Carlista. AI Dr. Camisón no se resistía, en el bélico campo,
rotura ni desperfecto alguno de piernas y de brazos. Con un artilugio
de su invención, uno de sus discípulos, de los que todavía
visitaban con levita y chistera, me curó a mí, siendo muy niño,
una pierna fracturada, manipulando sin quitarse ni la chistera ni la
levita; y en aquellos albores de la vida me quedó impreso para
siempre, con el hierro candente del dolor el recuerdo del maestro, de
Camisón, uno de los pocos profesionales españoles que tienen
leyenda, y la suya de las mejores, unida a las horas románticas de
la Restauración. Más adelante, habitó y habita la mansión que
fue ducal, un gran ingenio español, vasco, que, como a Unamuno en
Salamanca, le llenó de profundidad y finura la vida en el corazón
de España.
El
coriano es muy parecido en la agudeza al hombre de la comarca
salmantina. Desgraciadamente, Las Hurdes separan a Coria de
Salamanca. Sobre Coria pesa lo figura de El Bobo de Coria.
Madoz daba por hecho que este inmortal simple era de la Coria
extremeña, la Medina Cauria, y no de la pequeña Coria andaluza, la
de la vega del Guadalquivir. Yo mismo lo creo verosímil, porque El
Bobo pertenece, sin duda, a la misma variedad de los homúnculos
que pueblan la vecina fragosidad hurdana. Pero el que haya habido un
bobo en Coria y aun algunos ¿qué tiene que ver con la realidad,
ciertísima, del ingenio esparcido por las mentes de la insigne
ciudad? Bobos los hay en todas las partes. En nada se advierte el
genio de Velázquez, como en la trascendencia representativa que han
adquirido en la vida española sus criaturas. Cada uno de sus héroes,
sólo por haberlos pintado él, tienen un valor de arquetipo, y una
dimensión que no siempre responde a la realidad. Lo cierto es que
fuera o no de esta Coria, el Bobo de Velázquez, en Coria habitan
gentes agudas, muy sinceros, muy como son, si llegan a plata, de
plata, y de cobre si en cobre se quedan, como les dijo la tía
Fingida; gentes, en fin, dotadas de sencilla bondad y de generosa
fantasía. Uno de los viajeros del siglo XIX atribuye a los corianos
no gran cultura por extremada imaginación. Y esta imaginación
la aplican a enriquecer, idealmente, la hermosura de su tierra, para
mejor gozar de lo que tiene de apetecible y para no envidiar a las
demás. El anónimo descriptor de Las Relaciones que Felipe II
mandó hacer de sus pueblos, nos pinta a su Coria como tierra de
promisión, feraz y pacífica, envanecida de los auríferos
yacimientos que ofrecen su opulencia al pasajero. En aquel lugar,
nos dice, se encuentran granos de oro finísimo, entre los cuales se
halló uno de tamaño de un huevo y cuyo peso era de 40 ducados.
Y por si alguno lo dudara añade: Hállase mucho oro por esta
comarca y yo he visto más de 40 granos tan gordos como avellanas.
Mas
no sólo se envanecen los corianos de estas riquezas materiales, sino
de otro género de tesoros, de calidad ideal. Véase esta nota del
mismo relator del siglo XVI: en la cerca de esta ciudad hay una
casa, harto señalada, que es el enterramiento de Viriato, aquel
famoso capitán Lusitano: pocos lo saben porque está dentro de un
aposento de una casa donde vive al presente el Escribano del
Consistorio de esta ciudad.
No
encontrará, el viajero de hoy, ni el oro ni cadáver del vencedor de
los romanos. Pero sí algo que basta para no echarlos de menos, a
saber, una extraordinario ciudad, no muerta, sino anclada en un
remanso del río caudal de la vida, que todo lo arrastra y mixtifica.
Nos fuimos con pesar de esta Coria, inaccesible al correr de la
Historia. Antes de perderla de vista, nos detuvimos por última vez,
y Zuloaga sacó su bloque y redactó -no dibujó- con un lápiz
grueso que le servia para escribir lo que después iba a pintar, dos
líneas, de aquellos con las que clavaba en su recuerdo lo que había
visto. Con lo que evocaban aquellas líneas, de inexorable exactitud
y no muy correcta ortografía, pintaría unos meses después, tras
una incubación en el recuerdo, como la del vino en la bodega, el
paisaje de Coria. No sé si lo llegó a pintar.
Gregorio Marañón
Documental en La 2, "Imprescindibles"
Ignacio de Zuloaga
Excelente página sobre la historia de Coria. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias, Manuel. Saludos.
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